Por Daniel Movilla
En estas fechas, siempre me entran sensaciones encontradas. Por un lado, cuando en Navidad veo a alguien a quien siempre he caído muy mal, que viene hacia mi, deseándome que pase unos felices días y que tenga un buen año 2014, tengo la sensación de estar contemplando un ejercicio de cinismo en grado superlativo.
Es la misma sensación que he tenido durante muchos años al asistir a la celebración de la eucaristía y ver comulgar muy cristianamente al mayor hijo de siete padres que yo conozco, y que ha sido capaz cinco minutos antes de despellejar sin misericordia a su mismísimo hermano.
El sabe y yo sé, que esa persona, que en Navidad te mira con cara de amigo de toda la vida y se muestra cercano y cariñoso en sus comentarios, es la misma persona que en octubre pasado, te ha puesto a caer de un burro y difamado hasta limites insospechados. Ya, ya, ya se que soy muy bruto, pero eso no quiere decir que no sea certero.
Pero por otro lado, y esta es la cara amable del asunto, también tengo la sensación de que la Navidad sirve para esponjar el corazón, y para que mucha buena gente descubra que la melancolía, en estos días, no es solo sinónimo de tristeza, sino también de ternura y de buenos y entrañables recuerdos.
Hay cientos, miles, millones de personas en todo el mundo, que en la Navidad, con independencia de su credo y religión, ven un buen motivo para la cercanía y los buenos deseos. Y es precisamente a esa buena gente a la que yo quiero dedicarle mi abrazo. A esa gente que con independencia de tu dinero, o de tu pobreza, tu posición social o tus creencias religiosas, siempre está cerca, dándote calor y entregándote, sin pedir nada a cambio, una parte muy importante de su energía.
Por esa gente, esté donde esté, y sea cual sea el color de su piel, es por las que merece la pena sonreír en estos días y procurar ser mejor persona. Por todos ellos, levantemos nuestras copas y brindemos para que en la tierra tengan paz todos los hombres de buena voluntad.
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