Por Daniel Movilla
A mi me da igual si una imputada tiene un apellido profesional de infanta, de costurera, diputada, enfermera, arquitecta o ama de casa. Y me da igual porque considero que todos somos iguales ante la ley.
Esta afirmación, que en una situación de normalidad democrática debería pasar como obvia, hoy resulta patéticamente estúpida.
Ya no creo que una infanta sea igual que la persona que trabaja de auxiliar administrativo en mi empresa. Y tampoco creo que una ministra se tratada igual que la chica que hace labores de limpieza en mi casa.
Y no lo creo, porque después de comprobar durante décadas, mas de un centenar de resoluciones judiciales erróneas a conciencia y con nocturnidad, ya nadie puede convencerme que a Bárcenas no lo encierran porque no existe riesgo de fuga, que a la Infanta no la imputan porque no sabía nada de las actividades de su marido y que a Ana Mato ni le tosen porque nunca participó en los beneficios de la trama Gurtel. No cuela. Al menos yo no me creo nada. Y tendrá que pasar un tsunami democrático por mi puerta, para que yo vuelva a creer en la imparcialidad de la justicia.
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