Por caminos de vida y vuelta
A los cincuenta y dos años sigo pensando lo mismo que a los siete.
A los cincuenta y dos años sigo pensando lo mismo que a los siete.
Que las nubes son grandes, los monopolios enormes, los vietnamitas chiquitos e invencibles.
A los cincuenta y dos años sigo pensando lo mismo que Carlos Marx,
con la única diferencia de que le copio un poco pero lo digo más bonito.
A los cincuenta y dos años, me planto
en medio de los hombres y les espeto que me engañaron a los siete años, a los diecisiete y casi a los veintisiete.
A los cincuenta y dos años, escribo
y no escarmiento y me dedico exclusivamente a pasear, a leer, a trasladar maletas de un país a otro, y a conspirar.
(Esto lo digo para confundir a la policía.)
A los cincuenta y dos años sigo enamorado de Carmencita, de Merche, de Carmela y de la Niña de los Peines.
A los cincuenta y dos años, Málaga.
Y escribo como un autómata, corrijo como un robot, y publico lo que pienso (es un decir).
A los cincuenta y dos años, ni tengo bicicleta, ni televisor, ni ganas de dormir, ni cuenta vulgar y corriente.
A los cincuenta y dos años, chufas.
A los cincuenta y dos años, escucho el agua de los montes, el fuego de los campos y el ruido de las batallas.
Y sigo pidiendo la paz y, de momento, me la conceden en parte; y la palabra, y me mutilan la lengua.
A los cincuenta y dos años, los caramelos son de más vivos colores y la bandera, más desteñida.
Y me dedico fundamentalmente a silbar, a deambular y a pensar que existo puesto que pienso que existo
(Ergo Sum, Blas de Otero, del libro Mientras)
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